Pequeños, magros, callados, elegantes, lectores de todo papel impreso que caiga ante sus ojos.
Gente de muchos dolores públicos, maremotos ,tifones, bombas atómicas, son de una finura que estremece y que por momentos los sitúa en otra galaxía de las relaciones humanas.
Actitud que suele llevar a pensar que ser japonés es ser una persona al revés del bicho pragmático y cartesiano que polula en Occidente.
Mientras aquí los más rotundos sí, jamas, basta, se disparan a mansalva en cualquier conversación, entre ellos lo usual son unos monótonos claro, claro, o jai , jai jai (sí , sí, sí) que dan la idea de que todo se estanca o que poco les importa el asunto que se trate. Y no es así. Lo que hacen es darse tiempo para preguntar con la mayor seriedad y para que, a su vez, tenga tiempo el otro para comprender y responder.
Que en el colmenar nipón hay un toque de misterio, lo hay. Al menos, para nosotros. En ellos pesa más lo ambiguo que lo preciso.
No hacen tan nítida distinción entre un jai, si y un ie, no.
La muerte de un japonés no es el fin del mundo.
Primavera o invierno suceden también en el interior de cada uno.
Y para más, nacen sin pecado original, son longevos y tienen dioses por docena.
Nos llevan ventaja. Bastante.
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